Cuando Moshe Bijaoui habla de viajar a Israel dice «subir a Israel». No es una imprecisión ni un lapsus lingüístico —su español, aprendido de oído, es más que correcto—, tampoco una forma de hablar. Es algo más profundo, casi ancestral. Hace referencia a la elevación física, pero también espiritual. Es conectar con Dios, vivir de acuerdo a la Ley.
Del mismo modo, cuando Moshe viene a España no dice España sino Sefarad (pronunciado «esfagad»). La razón en este caso es menos prosaica: la tradición judía utiliza el topónimo bíblico para referirse a la península ibérica, aunque hoy el término solo incluya a España y no a Portugal.
Moshe Bijaoui es un judío ortodoxo sefardita. A sus 33 años es el rabino de Villanueva de la Cañada. Nació en Francia, pero sus orígenes familiares están en el norte de África. Sus abuelos paternos proceden de Túnez; los maternos, de Argelia. De allí salieron en 1954 cuando, al estallar la guerra de independencia argelina, viajaron a la metrópoli.
—Yo siempre los conocí viviendo en Francia.
Y eso que Moshe solo vivió allí hasta 1997, cuando con siete años su vida cambió por completo. Su padre, que también era rabino y tenía un negocio de comida kosher en París, decidió hacer la aliyah, la emigración a la tierra de Israel. Pensaba que en Francia no podría educar a sus tres hijos menores (dos chicos y una chica) en la mejor tradición judía.
—A día de hoy solo hay dos sitios donde hacerlo con garantías: Estados Unidos e Israel. Fue una decisión difícil y un sacrificio grande, porque mis padres tuvieron que dejar sus negocios y abandonarlo todo.
Moshe recuerda aquel momento como una aventura. La Ley de Retorno de Israel les otorgaba la asistencia necesaria y unos derechos automáticos. Se establecieron en Jerusalén y empezaron de cero. El cambio fue brutal. Moshe no hablaba hebreo, y la vida al otro lado del Mediterráneo era muy diferente a la que conocía en París. Se adaptó como solo saben hacer los niños. Aprendió el idioma —se le dan bien, habla, además de hebreo y francés, español e inglés—, fue pasando cursos. Con diez años vio morir a su padre. Con trece, cuando en Israel se inician los estudios de bachillerato, se unió a la yeshivá, la escuela talmúdica, donde estaría tres años.
—Crecí en un ambiente ortodoxo, por eso mis padres decidieron ponerme en el circuito muy pronto, sin acabar el bachillerato. Es una opción que existe en Israel. Estudias menos matemáticas, física y otras asignaturas generales, que son sustituidas por el estudio de la Torá.
A los 17 años, Moshe iniciaba su formación como rabino. Durante cinco años aprendería el musar, la disciplina basada en el esfuerzo por conseguir un desarrollo ético y espiritual del ser humano. También la filosofía, la ética y por supuesto la Halajá, la ley judía, basada en los 13 principios de fe de Moisés y en 613 preceptos que regulan cualquier ámbito de la vida, desde la forma de vestir hasta cómo alimentarse.
A los 22, completada su formación, las perspectivas no eran muy halagüeñas. El horizonte se le presentaba limitado. Desde la creación del estado de Israel en 1948, los judíos ortodoxos quedaban excluidos de las obligaciones militares. A cambio, no podían trabajar en igualdad de condiciones que el resto de la población hasta cumplir los 30 años. Tampoco salir del país por un tiempo superior a tres meses.
—Tuve suerte. Supe que una asociación americana ofrecía un curso de formación de dos años y me decidí a hacerlo.
A sus 24 años, la ley que excluía a los ortodoxos cambió. Podía trabajar y, llegado el caso, viajar. No porque quisiera irse de Israel, allí estaba bien, pero su perfil encajaba para una misión que la asociación quería iniciar en el extranjero.
La asociación era Olami (Mi Mundo) —una organización fundada en 2001 dirigida a crear espacios, oportunidades e intercambio de experiencias entre jóvenes judíos— y el extranjero, España.
De eso hace ahora siete años.