Antes de iniciar su formación exprés con la asociación Olami, Moshe había conocido a Guila, la que sería su mujer. Ambos pertenecían a familias ortodoxas. Ambos hablaban francés como lengua materna. Moshe vivía en un barrio ortodoxo; el de ella tenía más mezcla, con gentes religiosas pero también que no.
—Nosotros nos pensamos como ortodoxos. Ni modernos ni ultras. Respetamos la ley de la Torá y cumplimos sus preceptos. Sin extremos.
Las familias apenas se conocían, pero el uno supo de la otra a través del Shiduj, el sistema de citas judío. Antes de su primera reunión, cada uno hizo sus averiguaciones. Él jugaba con cierta ventaja: su hermano vivía en la misma calle que la familia de ella. Supo así que su padre era un rabino conocido, que tenía 18 años. Ella, a su vez, que él tenía 24, que estudiaba, que quería ser algo en la vida.
La primera cita fue bien. Después vinieron otros encuentros de varias horas. Encajaron. Se comprometieron. A los pocos meses se casaron. Los dos se unieron al curso de Olami y los dos lo completaron. Ninguno de ellos pensaba salir del país.
—La idea era ofrecer nuestro conocimiento en Israel, que también allí había una labor que hacer. Pero en mitad de la formación, como no teníamos hijos todavía, nuestro perfil era idóneo para una misión en el extranjero. Nos dijeron que había un lugar, con estudiantes judíos franceses, donde se nos necesitaba.
El lugar era Villanueva de la Cañada, a 30 kilómetros de Madrid.
En su planteamiento inicial no entraba la posibilidad de vivir en el pueblo. Vivirían en Madrid e irían y vendrían a Villanueva de la Cañada un par de veces a la semana. Pero cuando llegaron a la capital el ambiente no les gustó. No hablaban español. Se sintieron extranjeros. Incluso dentro de la comunidad judía, muy diferente a la francesa y a la israelí.
—Vivían la religión de manera muy oculta, muy de gueto. Era gente muy mayor, una comunidad pequeña. Apenas si se reunían cien personas.
Su contrato con la organización Olami no les obligaba a nada. Trabajarían a cambio de un sueldo, pero si aquello no les gustaba podían renunciar y regresar a Israel. Antes de hacerlo, Moshe y su mujer se dieron una oportunidad y decidieron conocer el lugar.
—Cuando entramos en Villanueva de la Cañada, pasamos la rotonda y recorrimos la calle Real con sus árboles grandes, nos miramos los dos. Mi mujer me dijo: aquí quiero vivir. No necesitamos hablar con nadie más. Fue instantáneo. Nos quedamos en el hotel El Ancla, y en un par de días encontramos una casa. Entonces era más fácil, no como hoy, que es una locura.
El primer sábado de septiembre de 2015 se reunieron con su comunidad. Vieron la energía de los chicos — no llegaban a 150— y se convencieron. Antes de dar el sí definitivo a la organización, volvieron a Israel a consultar la decisión con su rabino.
—Organizamos una cita con él y le contamos el proyecto. Nos dijo que acercar los jóvenes a la religión, a la comunidad, a la Torá, era una labor extraordinaria. En octubre, ya con su bendición, estábamos aquí. Tuvimos que organizar todo a la carrera, porque mi mujer tenía trabajo allí. Había completado su primer grado y acababa de matricularse en otro.
Le pregunto a Moshe por el papel de Guila, y por extensión por la presencia de la mujer en la religión judía. Él me contesta con una historia. Había un rabino en Marsella —me dice—, el gran rabino de Francia, un hombre muy respetado, que cuando llegó la primera vez a su sinagoga vio con sorpresa cómo chicos y chicas se mezclaban sin problemas [en las sinagogas las mujeres ocupan tradicionalmente el piso alto]. Al principio no dijo nada. Pero cuando llegó el sabbath escribió una carta en la que pedía a las mujeres ocupar el sitio habitual en la sinagoga, «porque este siempre fue más elevado que el de los hombres».
Moshe insiste en la importancia que tiene la mujer en el judaísmo.
—Guila también tiene su lugar. Ella se ocupa de las chicas. Da clases a más de cincuenta.