—Y lo del dodecaedro, ¿de dónde te viene?
—Pues mira, la idea me llega a través de un paisajista. De un proyecto para un particular. Había en la terraza unos sillones con formas geométricas. Los miré y le dije: oye, ¿y si hacemos esto? Desde entonces no me los saco de la cabeza.
Tximo Gracia me espera frente a su estudio-taller de “El Pueblo Artesano”, en la localidad de Sevilla La Nueva. El lugar es un intento malogrado de revivir un antiguo barrio gremial donde los artistas convivieran, crearan, expusieran y comercializaran sus obras. Pese a estar medio abandonado y con una de sus dos naves clausurada, el pueblo conserva intacta su magia original. Más allá de que el alquiler sea barato, de los problemas con los vecinos por el ruido y el trajín del ir y venir de grúas y hierros, entiendo que todas las mañanas se suba al coche y recorra los 13 kilómetros que separan su casa del taller: la atmósfera envuelve. Todavía.
Es un viernes de febrero. Son las 11:30 horas de la mañana. Luce el sol. No es fácil llegar allí. Tengo que mandar un par de mensajes por wasap, dar varias vueltas por un polígono industrial casi desierto, aparcar el coche y, finalmente, bajar por una empinada cuesta adoquinada donde se recuestan al sol decenas de gatos. Los hay callejeros, los típicos pardos y grises, pero también algunos siameses de ojos azules. Hay otro con abundante pelaje.
—Cuesta encontrar esto, ¿verdad?
—Un poco, sí.
Tximo Gracia mide 1,70 metros de altura, tiene la sonrisa torcida del actor Robert DeNiro y el porte del cantante Dani Martín, pero más delgado. La nave tiene una fachada de ladrillo rojo. La puerta es negra, de reja y cristal traslúcido. Vista desde fuera no parece una nave. Parece una tienda. O la puerta de un estudio. En realidad es todo eso. “Entra” —me dice—. “Estoy terminando de pulir. Con cuidado, aquí todo mancha”. El taller-estudio es un enorme rectángulo blanco de techos altos sin más luz natural que la que entra por la amplia puerta acristalada.
¡Cuidado, aquí todo mancha! Vista desde fuera la nave no parece una nave. Parece una tienda. O la puerta de un estudio. En realidad es todo eso.
En el interior hay maquinaria de todo tipo. Hay una mesa de corte plasma CNC Swift Cut, un compresor de aire ABAC, equipos de soldadura TIG de la marca STAMOS, una mesa de soldadura Siegmund. Y herramientas, decenas de herramientas. Tximo Gracia se coloca un mandil Qeelink de cuero marrón resistente al calor. “Lo acabo de comprar”, me dice. También se cubre las manos con unos enormes guantes Wurth de protección, unas gafas trasparentes y unos cascos para los oídos, de los que usan en las obras o lleva el personal de pista de los aeropuertos.
—No usas mascarilla.
—No, me empaña las gafas y resulta muy molesto ir cambiando de protecciones cuando utilizo las herramientas. Después, cuando salgo del taller, me hago una limpieza de la nariz con un producto especial.
Aprovecho para tomar una fotos. Tximo Gracia no posa. No sabe. Ni quiere. Las formalidades le importan poco. Él trabaja. Y cuando lo hace no para quieto un instante. Agarra un toro de acero por los cuernos y lima las curvas con una amoladora Bosch. La criatura lanza un chorro de chispas por la boca como si fuera sangre. Hay poca luz, y aunque llevo una antorcha de mano, le pido que se quede quieto un instante, para que la foto no salga movida. Lo intenta, pero no puede.
Es la historia de su vida: no parar un segundo, seguir moviéndose.