Biblioteca Municipal Fernando Lázaro Carreter: la desconocida historia de una negativa

La Biblioteca Fernando Lázaro Carreter ha cumplido veinte años. Su construcción no solo fue pionera por el uso de nuevos elementos constructivos, también sentó las bases técnicas y estéticas para futuras actuaciones en el municipio. He hablado con sus autores, los arquitectos José María De Churtichaga y Cayetana De la Quadra-Salcedo, que me cuentan cómo se embarcaron en una obra que nació de una negativa y se convirtió en una genialidad fruto de la pasión y el atrevimiento.

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Del Centro Cultural a la biblioteca

Entre 1993 y 1994 arranca la obra del Centro Cultural La Despernada. Navarro Baldeweg nombra al joven estudiante, que todavía no arquitecto, director de obra.

Kipling arquea las cejas. Lo tranquilizo señalando el edificio, que ahí sigue. De Churtichaga, que tenía arrestos y ya prometía, cogió la dirección como lo que era: la oportunidad de su vida. Total que, durante el tiempo que duró la obra, el aprendiz se pasó yendo y viniendo de Madrid a Villanueva de la Cañada —tú no habías nacido, Kipling, pero en aquellos años, con las carreteras de entonces, era una aventura— y se convirtió en el enlace entre la obra y el estudio, entrando en el mundo de la arquitectura por la puerta grande.

A De Churtichaga las visitas le sirvieron para dos cosas: entablar una buena amistad con el alcalde, cuya implicación en el proyecto le llevaba a estar a pie de obra continuamente; y a hacer un amigo de por vida —tanto que se convertirá en el futuro padrino de su hija— en la figura de Joaquín Riveiro, el aparejador de la Comunidad de Madrid, figura omnipresente que vigilaba todas las cuestiones técnicas y económicas del proyecto.

El Centro Cultural llevaba aparejada originalmente una biblioteca —mira, le digo, y le señalo con el dedo la torrecilla que hay en un lateral. Él sigue el dedo y asiente—, con la mala fortuna —o la buena— de que a la Comunidad de Madrid le dio por cambiar su política de bibliotecas públicas poco antes de la inauguración del edificio. Y cuando se va a pedir la subvención del mobiliario se encuentran con una negativa rotunda, fundamentada en que la biblioteca, estratificada por niveles como estaba, no respondía a los nuevos criterios.

Kipling, que como todos los perros carece de imaginación y no puede hacerse cargo de la situación, intuye al menos que aquello no era bueno. Hace un mohín con la cabeza, un gesto muy suyo de lo más exasperante, y me pregunta con los ojos. ¿Qué? Pues que fue una putada, con perdón, le digo.

El caso es que lo que parecía un desastre terminó por convertirse en una oportunidad. El alcalde, que parecía vivir con un pie en el futuro, comprendió que aquella biblioteca no solo se había quedado pequeña antes de empezar, sino que el mundo se había agrandado —aparecía Internet, Kipling, no creas que lleva toda la vida. Bueno, la tuya sí, pero no la mía— y las bibliotecas debían ser algo más que simples salas de lectura.  

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