Biblioteca Municipal Fernando Lázaro Carreter: la desconocida historia de una negativa

La Biblioteca Fernando Lázaro Carreter ha cumplido veinte años. Su construcción no solo fue pionera por el uso de nuevos elementos constructivos, también sentó las bases técnicas y estéticas para futuras actuaciones en el municipio. He hablado con sus autores, los arquitectos José María De Churtichaga y Cayetana De la Quadra-Salcedo, que me cuentan cómo se embarcaron en una obra que nació de una negativa y se convirtió en una genialidad fruto de la pasión y el atrevimiento.

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Una llamada de teléfono y un no por respuesta

El Centro Cultural se inauguró. Hubo aplausos, abrazos y alabanzas pero también un cierto sentimiento de desazón. Porque fue ahí, en los meses que transcurren entre la apertura del centro y la llamada que el alcalde Luis Partida hace una mañana de un día cualquiera a De Churtichaga, cuando germina la idea de construir una nueva biblioteca.

“Le dije que no”, reconoce el arquitecto convencido de que tomó la decisión correcta. No a una propuesta que pretendía, o bien ampliar el centro, o bien subir la altura de la torre.

Aprende, Kipling, he ahí un buen discípulo. Porque la negativa de De Churtichaga se fundamentaba en un doble motivo: que eso no se le hace a nadie y menos al maestro que se admira; y que, de hacerse, sería una chapuza que solo serviría para desgraciar el edificio ya existente. Ahí quedó la cosa.

El alcalde debió darle vueltas a aquello y meses después, otra mañana de otro día cualquiera, volvió a descolgar el teléfono —sí, Kipling, sí, descolgó, que entonces se colgaban y se descolgaban los teléfonos— y llamó de nuevo a De Churtichaga. Esta vez la propuesta era diferente: se construiría una nueva biblioteca y quería que la hiciese él.

De Churtichaga, ya arquitecto, se había unido sentimental y profesionalmente a la también arquitecto Cayetana De la Quadra-Salcedo y andaba poniendo en marcha un estudio. La propuesta le llegó como caída del cielo. Un edificio de casi 1.000 m2 —936 m2 para ser exactos— y un presupuesto que rondaba los 1,5 millones de euros era algo que no se presentaba todos los días. Pero no era tan sencillo: había que sacar el proyecto a concurso público, con lo que eso suponía. O no, porque en aquellos días las administraciones disponían —y todavía hoy disponen— de un as en la manga: los llamados contratos directos.  

La ley impedía —e impide— trocear un contrato grande en otros pequeños para así poder otorgarlos a dedo, pero no que el interesado aceptase el encargo adaptando sus honorarios al máximo que este tipo de contratos permitía, que entonces rondaba los 10.000 € —el artículo 118.3 de la Ley de Contratos está abierto a interpretaciones diversas. Lo sé bien porque también lo he vivido, Kipling, pero te lo cuento otro día—. “Fue nuestra primera oportunidad profesional y aceptamos. No me arrepiento. Es el proyecto al que más cariño tengo”, reconoce De Churtichaga.

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