Biblioteca Municipal Fernando Lázaro Carreter: la desconocida historia de una negativa

La Biblioteca Fernando Lázaro Carreter ha cumplido veinte años. Su construcción no solo fue pionera por el uso de nuevos elementos constructivos, también sentó las bases técnicas y estéticas para futuras actuaciones en el municipio. He hablado con sus autores, los arquitectos José María De Churtichaga y Cayetana De la Quadra-Salcedo, que me cuentan cómo se embarcaron en una obra que nació de una negativa y se convirtió en una genialidad fruto de la pasión y el atrevimiento.

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El viaje del conocimiento

Lo que los arquitectos buscaban desde el punto de vista del proyecto era crear un ambiente íntimo, de concentración, pero la Dirección General de Bibliotecas lo tenía todo tasado. Y así como Navarro Baldeweg hizo lo que su genio le inspiró, De la Quadra-Salcedo y De Churtichaga tuvieron que adaptarse a lo que se les permitía.

Marí Cruz Seseña, una mujer de armas tomar que estaba entonces al frente de la Dirección General, les exigió todo lo exigible sin desviarse un ápice del programa. “Nos dimos cuenta entonces que en lo que se nos pedía había como una evolución: la biblioteca de niños, la juvenil, la zona de revistas cerca de la puerta…”. —para entrar y salir, le explico a Kipling, porque antes las bibliotecas en los pueblos hacían más el papel de un hogar del jubilado, donde los ancianos solitarios encontraban entretenimiento y compañía, que de auténticos centros de estudio—.

Acotados por las limitaciones impuestas, los arquitectos trenzaron todo y concibieron el espacio interior de la biblioteca como un viaje. Un viaje del conocimiento. Y dispusieron los usos como una piel, que giraba en espiral ascendente y envolvía al libro, verdadero protagonista. A través de las especialización de los usos, el niño pasaba a joven, el joven crecía en la lectura, y de ahí, ascendiendo a través de las rampas, entraba en Internet y en la investigación. Todo ello resuelto constructivamente de forma austera y sencilla, con estancias acogedoras y confortables donde no había más intervención que los materiales y la luz natural.

“De lo que más orgullosos estamos es de haber logrado ese ambiente de recogimiento, de lo acertado de la atmósfera que hemos generado”, me cuentan. Y yo asiento —Kipling también, pero solo cuando se lo cuento—, porque habiendo sido usuario a diario de la biblioteca durante el año en que me enfrasqué en la escritura de una novela —por ahí anda, dando tumbos de editorial en editorial—, comparto y comprendo el sentimiento.

“Creo que el secreto está en el poco ruido visual, en que con un único material resuelves todo”, dice De Churtichaga. “En la voluntad de no hacer una arquitectura formalista, sino espacial, de proyectar no pensando en formas sino en actitudes”, recalca De la Quadra-Salcedo.

Y es cierto que la atmósfera del interior es especial, le digo a Kipling. Y le explico cómo allí arriba, en las “capillas” de investigación, la luz entra desde la izquierda por los amplios ventanales que miran al jardín; y aquí, en la sala de estudio, cuando estás leyendo, levantas la vista y el césped queda a la misma altura que tus ojos y solo percibes el horizonte.

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